viernes, 4 de junio de 2010

HOMENAJE A OBISPO DEL PUEBLO INDIGENA


LA CANTATA PUKA RUNA
Por: Ileana Almeida, Filóloga y Catedrática Universitaria
¿Qué es lo que se mostró en la Cantata Puka Runa, con que la Fundación Pueblo Indio rindió homenaje a su fundador, el obispo Leonidas Proaño, en el centenario de su nacimiento, para que el público del Teatro Sucre la acogiera con enorme y sincero entusiasmo? La pieza, con el concurso de más de 170 personas en escena, narra la vida del sacerdote que se consagró a convertir en realidad los anhelos indígenas de superar el aislamiento, la pobreza y la expoliación. Cuenta la fascinación que ejercía sobre él la cultura de los quichuas, que a pesar del secular menosprecio de que han sido víctimas han sabido preservar el sentido de la belleza en el alma de su pueblo y la experiencia de la realidad como fuente de su conciencia. “Salvemos las culturas indígenas, decía el obispo de los indios, antes de que sea demasiado tarde, porque ellas conservan los sentidos comunitarios que podrían dar sentido al futuro de todos”.
Alrededor de monseñor Proaño y la comunidad indígena, personajes inseparables en la Historia y en la Cantata, se recrean valores simbólicos y se formulan hermosas metáforas en el lenguaje hablado, en la música, la danza, el canto, la mímica, la escenografía, todo para relatar una saga moderna, que induce a comprender de donde proviene la verdadera justicia. El relato muestra dos culturas diferentes, la quichua y la mestiza, pero el espectador advierte como armonizan en la vida y la obra del prelado. Se escuchan sus palabras sencillas e iluminadoras y como telón de fondo, cantado o hablado, resuena sonora la lengua quichua. La hipocresía de la iglesia oficial, que tanto combatió a Proaño, contrasta con la humilde labor agraria de los comuneros, en acertada interpretación coreográfica. La voz del bajo que canta en español pone contrapunto a la pureza de la soprano quichua.
La interculturalidad es posible cuando hay una actitud sincera, en la obra se recrean rituales antiguos como el tejido de cintas rojas que van modelando el mundo a la manera mítica, mientras se predica el Evangelio de la Teología de la Liberación. Con hábil dominio escénico se representa la vida austera del obispo: una mesa, una ventana desnuda bajo una tenue luz. El conflicto entre el Estado y los pueblos indígenas, que no acaba hasta ahora, se simboliza en la escena del asesinato de Lázaro Condo. Es gran mérito de los realizadores y ejecutantes haber logrado interiorizar y mostrar las posibilidades de proyección futura de los códigos culturales quichuas con la propiedad y solvencia que demostraron en la corta, demasiado corta, temporada que se les asignó. La obra tiene un brillante final: los coros, la orquesta sinfónica y la de instrumentos andinos entonan un himno a la verdad y al amor, en quichua y en español, mientras el poncho blanco que vestía monseñor Proaño, el único escudo que usó frente a los ataques del poder, se eleva a las alturas para significar cuan auténtica sigue siendo la Revolución del Poncho

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